lunes, 16 de enero de 2012

Fuego.

FUEGO.
Avasalla su misterio, quiebra murallas ardiendo templos, arrasa con su mirada profunda la última gota del vaso, el último exhalar en los crematorios crepitantes, la última letra de la desilusión ardiente. El fuego, rey misterioso de tronante caminar, de paso firme y certero, de rojiza palpitación. El fuego.
Es, a veces, el fundador del olvido. Arden en sus vísceras, trágicas, aquellas cosas que sólo quieren dejar de existir, perder la ontología en la más voraz, exacta y exuberante de las muertes. El fuego, padre y protector también de la memoria, de la idolatría mística por lo que fue, de la profanación al tiempo.
Es, a veces, el hipnótico resguardo de los ojos reflexivos, de la voz en el silencio, de las lágrimas austeras que se vierten en el margen incompleto de la angustia. Analítico mentor, reverbera en las fauces hambrientas de repuestas que muerden las miradas que penetran la incógnita.
Es, a veces, protector tibio de los cuerpos desnudos, acalambrados al abrigo de la lumbre. Mudo testigo de los avatares de la sangre.
Impetuoso. Impulsivo. Abrasador. Ardiente.
Pero sufre. El fuego sufre su soledad. La pira suspira cargada de deseo. El fuego, rey y señor del delirio, preso de su poder, de su unicidad. Deambula, solo, por funestas galerías subterráneas para guarecerse de su pena...
Siente, en lo más profundo de su alma azul y vulnerable, oculta entre las llamaradas anaranjadas y vivaces, la carencia de la caricia, el castigo de la castidad. El fuego no puede ser palpado, nadie podrá jamás investigarle los recovecos, hacerle cosquillas, besar el ardor de sus mil lenguas... Y  sin embargo, el fuego espera, paciente, en las tinieblas que pueblan el Otro Lado del Espejo...
Envidia sana de las aves místicas, de suave plumaje. Envidia sana del agua, de escurridiza mutabilidad. Envidia sana del viento, de furiosa caricia. Sana envidia de la tibia madera, de la montaña suave, de la hierba viva y fragante. El fuego sufre, y espera.
A veces, sin embargo, desespera. Y brama, alumbrado, contra el tiempo, contra la soledad, contra su irremediable destino.
Cuando se cansa de esperar, vomita su ira desde el fondo, y en algún lugar del mundo un volcán tumultuoso deja oír su grito agónico, encadenado.

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