lunes, 16 de enero de 2012

Desencuentros.

Llegó y desplegó su presencia como un oleaje de mertiolate, como un sonido intermitente, un gotear confuso, un crepitar constante: era inevitable mirarlo. No era demasiado alto, ni demasiado fuerte, ni demasiado hermoso, no era eso... Era simplemente la perfección de sus rasgos, como si su estructura hubiera sido la original, aquella sobre la que nos basamos para opinar que X tiene los ojos muy grandes, o Y la boca demasiado pequeña. Era platónicamente exacto. Se sentó en la anteúltima mesa contando desde el cuadro de Quinquela (y no desde el pasillo oscuro de los baños, ni desde la esquina sucia de la máquina de café) y desplegó su misterio con el diario Clarín sobre la mesa. El sol entraba a borbotones por la ventana, la camarera mascaba con su chicle el tic tac de los segundos.
Yo buscaba patentes impares en el sol de la ventana, mientras masticaba sin ganas mi medialuna de manteca, bebiendo de a sorbos mi café quemado. Recuerdo que segundos antes de que entrara como una ráfaga de arroz, sentí un cosquilleo en las puntas de los dedos, como pequeños calambres simultáneos. Lo miré una vez más: parecía estar acostumbrado, irradiaba una paz absoluta, y acariciaba las páginas del diario con el entrecejo fruncido. Busqué alguna señal, algo más de información, un anillo, un maletín, un argumento para inventar su historia, para decir vive en un departamento pequeño con su esposa, trabaja de visitador médico en el laboratorio de enfrente, vive con su madre y le plancha las camisas con almidón... algo... pero parecía ser eso nada más: una estructura perfecta, sin detalles, armónico y ajeno.
Decidí pedirle fuego, acercarme, no habían pasado diez minutos y ya necesitaba escucharlo. Escondí mi encendedor y me acerqué con el cigarrillo en la mano. Le pedí fuego con franqueza, sintiéndome falsa. No fumo, me dijo, y de alguna manera, lo supe siempre. Volví a sentarme, terminé mi café, y me fui, sin volver a mirarlo.
Nunca volví a verlo, y qué hago con esta certeza...

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