lunes, 16 de enero de 2012

En Jujuy.

PURMAMARCA
Y el viento le surcaba las arrugas de sal y arena en el pequeño gran rincón del mundo. Y ella enhebraba las agujas del telar destartalado, y sus manos ásperas acariciaban los tapices apilados aun lado con orgullo de madre y la resignación de quien se sabe vencida. No soñaba demasiado, no conocía historias para creerse protagonistas, se sumía a los vaivenes del sentido común, sabía que era ése su lugar y no otro. Miró por la ventana sin vidrios y reconoció a lo lejos los siete colores del Gran Cerro, los azules, los ocres y los terracotas de los que lo rodeaban, el horizonte zigzagueante e indeciso, el cielo destellante y el sol abrasador calentando la tierra hasta resquebrajarla. Reconoció a Inti haciéndole el amor a la Pacha Mama, que negaba su fertilidad en una burla de pastos ralos y espinosos. Comenzó a tejer, muy despacio. Murmuraba un carnavalito anacrónico, una melodía alegre y despreocupada, y sonreía sin dientes y con la mirada diáfana. El chuño de coca ampliaba su mejilla y le daba una apariencia desfigurada a su rostro… Siguió tejiendo, con la parsimonia de quien maneja tiempos cósmicos y no se preocupa en entenderlos… El tapiz ya tomaba forma, ya comenzaban a dibujarse las primeras líneas y los primeros colores, vivos y profundos. Ahora balbuceaba una copla milenaria, y sus ojos rasgados sentían cada palabra que vibraba en su garganta, cada letra de esa copla que le había enseñado su abuela, que la había aprendido de la suya.
Se secó el sudor de la frente y debajo de los ojos, y contempló orgullosa el tapiz: una anciana de un pueblo de cerros de colores, en una casa de adobe con una ventana sin vidrios, con el rostro arrugado y los ojos rasgados, siendo observada y calcada por otra anciana que tejía.

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