lunes, 16 de enero de 2012

De obeliscos y de glaciares

Buenos Aires está gris, cubierta de nubarrones oscuros y este maldito otoño entre ocre y desmedido. Necesito un gato y una ventana al cerro, necesito una presencia (tu presencia) que sólo mire por esa ventana, seguramente esa ventana deja ver un pabellón de nubes haciéndole el amor al cerro, seguramente el gato está echado en tu regazo y parece muerto, seguramente la ventana se empaña porque afuera hace mucho frío y adentro tu presencia. Estás quieto, en paz, fumando despacio, dejando caer la ceniza, posiblemente sobre el lomo del gato muerto. Hay silencio, sólo el agitar del viento polar afuera de la ventana, sólo el crepitar insignificante de tu cigarrillo. Llegás, abriendo la puerta, y te saludás. Despertás de tu letargo, súbitamente el gato se asusta y se calma, y va a saludarte. Vos también te saludás, con una sonrisa que inunda todo con una luz impecable. Te sentás frente a vos, de espaldas a la ventana, y te mirás con detenimiento. Suena el teléfono. Te levantás del sillón, descubirendo la ventana y atendés. Sin sorpresa, te atendés. Sonreís, por primera vez, y empezás a hablarte por teléfono moviendo las manos, articulando, como si, ingenuo, pudieras verte. Mientras tanto, seguís mirando la ventana, y, a veces, te mirás hablando por teléfono. De repente, interrumpís el paisaje y pasás por la ventana, saludando. Vos, del lado condensado de la ventana empañada, saludás también. Te da sueño, te palmeás el hombro que habla por teléfono y te vas a dormir. Te recostás a un costado, porque ya estás una vez en la cama y se te hace difícil encontrar el hueco, la posición, pero finalmente. Te dormís.
Y te despertás. Y al lado tuyo estoy yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario