miércoles, 27 de marzo de 2013

Siesta


Una siesta, eso nada más. Cerrar los ojos y dejarlos caer profundo adentro, hay un centro que corre y que zapatea y que habla y que a veces hay que darle un tortazo, una patada certera en las canillas, algún incentivo extraordinario, alguna negociación. Y se calla. Y cuando se calla, cuando finalmente decide romper la verborragia atronadora e inútil, el murmullo de todos los ecos del mundo y del tiempo, llega lo verde-pasto-verde, lo suave-toalla-nueva, ese silencio lleno de sol que trae la siesta. Hay un laberinto de piedra y de fuego y de hierro: la siesta lo funde, lo desdibuja, las paredes se derriten, marchitas, contra el colchón. Hay dos zapatos metálicos, un asfalto-imán-empedrado y cada paso que cuesta, que sube y que cuesta, que baja y que cuesta, que se engancha en los pliegues del cemento gris. Y hay una cama en el fondo, una almohada de chocolate o de peluche donde se reúne lo verde-pasto-verde-todo-verde de la siesta. Una deliciosa incontinencia inconsciente, la siesta como un suspiro pero al revés: un inspiro que todo lo llena de miel y caramelos, un inspiro vital. Todo sabe mejor después de la siesta, todo es más fácil: el elástico apocalíptico recupera toda su flexibilidad, abrir los ojos a un mundo más dulce y dormido. Oler el aire: ya no rancio, ya no búsqueda inverosímil, ya no yo-metayó-elmundo: sólo café. Y salir caminando, saltando entre las baldosas, sintiendo el sol en los hombros y la maravilla de la siesta que se nos va despegando despacito, de a girones, de la piel dormida.