lunes, 16 de enero de 2012

Fernando

FERNANDO.
Sólo se persignó a sus siete dioses. Les rogó por su nube, por su sueño, por su descanso y su paz. Sintió un hilo de sudor bordeándole un párpado, deslizándose por la nariz, reptando hacia el balcón del extremo, suicidándose contra la nada. Sus manos estaban frías, aquel cordón helado le detenía la sangre, explotando y latiendo sus muñecas violáceas. Sintió deseos de vomitar, la sensación enfermiza de saberse ya muerto le revolvía las vísceras y subían por su garganta jugos biliares y amarillos, como hilos dorados. No tenía miedo, era solamente hastío, enfermizo hastío de esperar hasta el final. Cotidiano hartazgo del pasar de los segundos, inútiles e irrescatables... siempre lo mismo.
No se arrepentía, no podía arrepentirse. Luchador incansable, cazador de mariposas, fotógrafo de utopías, capturador de ideales. Condenado a morir en la hoguera moderna, aquel hereje contemporáneo.
Pensó en todas aquellas cosas que aún le quedaban por vivir a sus veintitrés años anacrónicos. Todas aquellas historias que lo hubieran tenido por protagonista, de haber elegido distinto, de haber jugado menos al justiciero, de no haber sido un soñador incansable, de haberestudiadoparacontadorycasadoconMaritaqueestanpreciosaconsusojitosvivarachos,
cómotequeríaesachica,Fernando.
Escuchó un ladrido a lo lejos... Un animal grande, seguramente. Y un disparo. Y un silencio.
Pero a pocos milímetros de su pecho, a cinco segundos de su fin, a dos lágrimas de su amante viuda, a cuatro fracasos y a dos misterios, escuchó entre los ladridos una voz profunda, profeta y sin edad.
El tiempo, desde lo más infinito de sus cavernas y sus tormentos, le regaló, por idealista o por obsceno, cuarenta y cinco segundos más de vida.
Y de las entrañas del fantasma se ahogó un grito que era un canto, de pesar, de melancolía, de euforia y desesperación. Y escucharon los dioses y los enigmas el idioma de la tortura y el anclaje de la resignación, el último nombre de Dios y la eyaculación del destino. El sonido jamás escuchado, aquella nota no descubierta, desgarrador invento y pesadilla.
Efímero y fugaz.

Y se desplomó.

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