lunes, 16 de enero de 2012

De obeliscos y de glaciares VI

Y no queda otra más que sumirse en la humedad, en el tumultuoso chismorrotear de mis voces cuando afuera el empedrado y adentro Goyeneche. Creo que descreo de las utopías que golpean a la puerta clausurada de la adolescencia, creo que descreo del fluir.
Ahora la nostalgia golpetea en el techo de chapa de la memoria, haciendo con su ruido la más insomne de las noches, variando con su eco metafísico mi dimensión temporal. No hay sinalefa en la memoria, sólo metáfora fragmentada, hilvanada débilmente a la sombra del tren. El destierro y la desdicha, y no vayas a dejarlo a un lado de la cama, no hay cabecera para el exilio, no hay más patria ni lugar.
Y qué importa Goyeneche, cuando el otoño en Buenos Aires, cuando el ochenta y seis me deja en el lago turquesa, cuando el espacio se deforma y se pretende dormido o ausente. Ausente...
Y la mente (más ordenada que nunca, más incoherente) lleva a la pluma, y la pluma a la muerte de no morirse nunca, y no busques lógica en mi texto, en mi descanso fugaz. (No caer en cursilerías, regla número uno del buen escritor, no inmortalizar que te amo y que entre tanto enredarse de ideas serpentantes es lo único que importa, no caer en cursilerías que no estoy para esas cosas.)
Sí en la verborragia. Sí. Cada palabra que fundo confunde a la anterior, la apoya, la refuta, la ignora. Mejor. Porque es eso lo que pasa puertas adentro, ESO.
Ahora La Cumparsita, ahora esa cosa como de euforia efímera, ahora estás fumando porque terminaste de comer (otra vez el tiempo y el espacio se van de bruces contra el piso, otra vez a Kant le sale un moretón). Ahora prendo un cigarrillo para acompañarte.
(Regla número dos del buen escritor: saber cuándo callar, y callar bien)
(Pero no soy un gran escritor, sólo yo, lejos, pensándote).

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