Una molestia a la altura de
las rodillas que sube, efervescente, hasta lograr inquietarme la
elegancia, y robarme una sonrisa. No sé por qué al sonreír, no puedo
evitar relamerme los labios, como si mi lengua quisiera emprender un vía
crucis indeciso. El lugar del abdomen,
esta imperiosa necesidad de sentir la superficie rugosa de la alfombra
de cachemir contra el abdomen, esta eufórica ansiedad de sentir esa
suavidad tibia contra los brazos, contra las piernas. La delicia de la
caricia contra la piel, la necesidad de ese calor de poliéster cuando
siento la piel tan fría. Yazgo en el suelo de esta habitación que
desconozco, y busco, arrastrándome, el rincón de ese sol de los demás
que entra por la ventana de este piso catorce. Mi estancia en esta
silente sustancia algodonada, es, al sol, una absoluta delicia. Observo
la oscura superficie de la prístina sala y me obsesiono con una pequeña
abertura en lo áspero del zócalo, como un ábside exacto en el que, asumo
obstinada, sobrevive un ratón de cierta astucia. Se despierta en mí un
instinto extremo, una explosión precisa de deseo de sangre y una laxa
absolución de mi antigua atracción al ascetismo. El sístole y el
diástole del astuto llegan a mi sensorialidad con una frecuencia
sinusoide, el deseo sostiene la ignorancia: mis piernas no están allí,
la elipsis de mis miembros no me asusta: el deseo de la praxis, el deseo
de la sangre y del éxtasis. El astuto se asoma: abstraerlo es un lapso
de seis segundos. Y el colapso. Y la extenuación de reptar, de nuevo,
hasta el exquisito sector del sol.
Soy la sierpe del pecado, del ignomioso pecado del deseo.
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