jueves, 22 de marzo de 2012

Áspid

Una molestia a la altura de las rodillas que sube, efervescente, hasta lograr inquietarme la elegancia, y robarme una sonrisa. No sé por qué al sonreír, no puedo evitar relamerme los labios, como si mi lengua quisiera emprender un vía crucis indeciso. El lugar del abdomen, esta imperiosa necesidad de sentir la superficie rugosa de la alfombra de cachemir contra el abdomen, esta eufórica ansiedad de sentir esa suavidad tibia contra los brazos, contra las piernas. La delicia de la caricia contra la piel, la necesidad de ese calor de poliéster cuando siento la piel tan fría. Yazgo en el suelo de esta habitación que desconozco, y busco, arrastrándome, el rincón de ese sol de los demás que entra por la ventana de este piso catorce. Mi estancia en esta silente sustancia algodonada, es, al sol, una absoluta delicia. Observo la oscura superficie de la prístina sala y me obsesiono con una pequeña abertura en lo áspero del zócalo, como un ábside exacto en el que, asumo obstinada, sobrevive un ratón de cierta astucia. Se despierta en mí un instinto extremo, una explosión precisa de deseo de sangre y una laxa absolución de mi antigua atracción al ascetismo. El sístole y el diástole del astuto llegan a mi sensorialidad con una frecuencia sinusoide, el deseo sostiene la ignorancia: mis piernas no están allí, la elipsis de mis miembros no me asusta: el deseo de la praxis, el deseo de la sangre y del éxtasis. El astuto se asoma: abstraerlo es un lapso de seis segundos. Y el colapso. Y la extenuación de reptar, de nuevo, hasta el exquisito sector del sol.
Soy la sierpe del pecado, del ignomioso pecado del deseo.

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