Al fondo.
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Otro
sobrecito rojo, pa. Te lo manda mami. – dijo Tomás corriendo hacia el mostrador
de la ferretería. Enarbolaba, con orgullo patriótico, otra intimación de pago
de vaya a saber dios qué institución o empresa. Mientras lo miraba correr,
recordé con angustia la apremiante necesidad de sus zapatos ortopédicos: era
ahora o nunca, había dicho el doctor. El pie izquierdo se trababa con su pie
derecho a cada paso, dando a su caminar la elegancia circense de un pato medio
rengo.
-
Dame,
a ver. – dije, pretendiendo suficiencia. El único que me cree la suficiencia es
Tomás: Milena, ni hablar, ya se da cuenta del fracaso de este padre que le ha
tocado en suerte. El otro día la escuché decirle a sus amigas que “Edipo las
pelotas, yo me busco uno bien forrado en guita y no un loser como mi papá”.
Tampoco es que esté tan en desacuerdo, a decir verdad: a ver si hace algo útil
y trae unos mangos a casa, que acá se quejan todos pero el que se la pasa todo
el puto día atrás de este mostrador rodeado de arandelas, herramientas y
tornillos soy yo.
No me acuerdo en qué
momento quedé enredado en este caos. La sucesión de imágenes no se ordena:
Liliana con un vestido celeste y unas piernas que daban ganas de matar por
ella. Un hotel barato de Constitución y unas medias de nylon secándose en la
ducha. Una ecografía de Milena. Mi suegro con la escritura del departamentito
de Versalles, ese que vendimos cuando llegó Tomás y compramos la casa con local
al frente. El cartel impecable de “Ferretería Godoy” que hicimos con mi cuñado
y Beltrán. Los veinticinco kilos de más que se depositaron en las piernas de
Liliana después de los dos embarazos. La canastita con Patroclo, el gato
atigrado que dormía en el local y que un día atropelló el treinta y siete. Las
intimaciones de pago, las facturas, las deudas, los reclamos. El día que nos
cortaron el teléfono, y Liliana hecha una marsopa tirada en la cama. Cosas así,
que no vale demasiado la pena contar.
Creo que fue
entonces, inmediatamente después de tomar el sobre, que tomé la decisión. Que
yo laburo desde los catorce años y jamás nada, pero nada de nada. Ni un
cigarrillo, ni una borrachera. Nada jamás. Como Liliana, que tampoco. Entonces
lo decidí: se van todos a cagar, ninguno me necesita tanto y yo me merezco una
sola noche, una sola. Y lo llamé al Turco, que siempre anduvo en cosas raras.
El sobre con el
dinero de los zapatos ortopédicos que me prestó mi hermana me temblaba entre
las manos cuando me lo encontré: “Dame todo lo que me alcance con esto.”. Tomó
el dinero, lo miró a trasluz, me observó con suspicacia y me dijo que esperara.
A los cinco minutos me entregó un paquete pequeño (¡qué pequeño me pareció
entonces!) y me dijo que tuviera cuidado, que era de lo mejor que había en la
ciudad, a precio de amigo. Que no anduviera haciendo locuras.
Lo último que me
acuerdo, ahora que estoy acá tan lejos, es el click que hizo la llave del local
cuando me encerré. Liliana estaba cubriendo francos en el hotel, no iba a
llegar hasta las cinco como temprano. Tomás en lo de los primos, Milena vaya a
saber dios dónde. Bajé la persiana del local y desarmé el paquetito sobre el
mostrador: parecía una tiza de las que le tirábamos al salame de Villegas que
siempre se sentaba en el primer banco. Pero un poco más gruesa. Atrás, cayeron
dos más. Raspé la primera como había visto en las películas con el carnet
vencido de la obra social. Inhalé por primera vez y me sentí mejor al instante,
mucho mejor. Y quise más.
Y raya
blanca. Que se me pierde, que se me escapa, que al fondo hay una luz y raya
blanca. Que se me duerme la cara, que se me sale el corazón por la garganta. Y
raya blanca. Y este corazón que no se cansa. Y las deudas, y los pagos, y los juicios como bruma en la distancia. Que se me pierde un abril, que me arde la
mente, que me desbordo de mí y raya blanca. Que se me mueve la luz, que me
tiembla la esperanza, que ya nada me importa y raya blanca. Que al fondo hay
una luz, que Liliana no me alcanza, que los chicos, el colegio, los impuestos, raya blanca. Que el sol, el color, las tormentas ya no bailan, que se
perdió el encanto del misterio entre las sábanas, que me salgo de acá y raya
blanca. Que la tarjeta que no raspa, que el pegote en la garganta, que los ojos
se me abren, raya blanca. Que las venas me revientan, que la noche no me llama,
que la luna me encandila y raya blanca. Si a lo lejos unos pasos que atraviesan
la ventana la paranoia mextravía y raya blanca. Que no encuentro palabras, que
al fondo hay una luz, que por poco ya me pierdo y raya blanca. Y este corazón
que tiembla y no se cansa. Y el calor que no para, el calor que me sube y se me
traba. El calor que se traba en el pecho y raya blanca. El ardor que me quema,
el dolor que no para, el sudor que me abrasa y raya blanca. Y la mano que se
duerme, y el pie que no me para, y el pulso que revienta y raya blanca. El
corazón se sacude, se detiene: nada basta.
Al
fondo hay una luz. Al fondo hay una luz, al fondo hay una cruz, al fondo hay
una ausencia y raya blanca.