domingo, 1 de abril de 2012

Al fondo


Al fondo.

-          Otro sobrecito rojo, pa. Te lo manda mami. – dijo Tomás corriendo hacia el mostrador de la ferretería. Enarbolaba, con orgullo patriótico, otra intimación de pago de vaya a saber dios qué institución o empresa. Mientras lo miraba correr, recordé con angustia la apremiante necesidad de sus zapatos ortopédicos: era ahora o nunca, había dicho el doctor. El pie izquierdo se trababa con su pie derecho a cada paso, dando a su caminar la elegancia circense de un pato medio rengo.
-          Dame, a ver. – dije, pretendiendo suficiencia. El único que me cree la suficiencia es Tomás: Milena, ni hablar, ya se da cuenta del fracaso de este padre que le ha tocado en suerte. El otro día la escuché decirle a sus amigas que “Edipo las pelotas, yo me busco uno bien forrado en guita y no un loser como mi papá”. Tampoco es que esté tan en desacuerdo, a decir verdad: a ver si hace algo útil y trae unos mangos a casa, que acá se quejan todos pero el que se la pasa todo el puto día atrás de este mostrador rodeado de arandelas, herramientas y tornillos soy yo.
No me acuerdo en qué momento quedé enredado en este caos. La sucesión de imágenes no se ordena: Liliana con un vestido celeste y unas piernas que daban ganas de matar por ella. Un hotel barato de Constitución y unas medias de nylon secándose en la ducha. Una ecografía de Milena. Mi suegro con la escritura del departamentito de Versalles, ese que vendimos cuando llegó Tomás y compramos la casa con local al frente. El cartel impecable de “Ferretería Godoy” que hicimos con mi cuñado y Beltrán. Los veinticinco kilos de más que se depositaron en las piernas de Liliana después de los dos embarazos. La canastita con Patroclo, el gato atigrado que dormía en el local y que un día atropelló el treinta y siete. Las intimaciones de pago, las facturas, las deudas, los reclamos. El día que nos cortaron el teléfono, y Liliana hecha una marsopa tirada en la cama. Cosas así, que no vale demasiado la pena contar.
Creo que fue entonces, inmediatamente después de tomar el sobre, que tomé la decisión. Que yo laburo desde los catorce años y jamás nada, pero nada de nada. Ni un cigarrillo, ni una borrachera. Nada jamás. Como Liliana, que tampoco. Entonces lo decidí: se van todos a cagar, ninguno me necesita tanto y yo me merezco una sola noche, una sola. Y lo llamé al Turco, que siempre anduvo en cosas raras.
El sobre con el dinero de los zapatos ortopédicos que me prestó mi hermana me temblaba entre las manos cuando me lo encontré: “Dame todo lo que me alcance con esto.”. Tomó el dinero, lo miró a trasluz, me observó con suspicacia y me dijo que esperara. A los cinco minutos me entregó un paquete pequeño (¡qué pequeño me pareció entonces!) y me dijo que tuviera cuidado, que era de lo mejor que había en la ciudad, a precio de amigo. Que no anduviera haciendo locuras.
Lo último que me acuerdo, ahora que estoy acá tan lejos, es el click que hizo la llave del local cuando me encerré. Liliana estaba cubriendo francos en el hotel, no iba a llegar hasta las cinco como temprano. Tomás en lo de los primos, Milena vaya a saber dios dónde. Bajé la persiana del local y desarmé el paquetito sobre el mostrador: parecía una tiza de las que le tirábamos al salame de Villegas que siempre se sentaba en el primer banco. Pero un poco más gruesa. Atrás, cayeron dos más. Raspé la primera como había visto en las películas con el carnet vencido de la obra social. Inhalé por primera vez y me sentí mejor al instante, mucho mejor. Y quise más.


Y raya blanca. Que se me pierde, que se me escapa, que al fondo hay una luz y raya blanca. Que se me duerme la cara, que se me sale el corazón por la garganta. Y raya blanca. Y este corazón que no se cansa. Y las deudas, y los pagos, y los juicios como bruma en la distancia. Que se me pierde un abril, que me arde la mente, que me desbordo de mí y raya blanca. Que se me mueve la luz, que me tiembla la esperanza, que ya nada me importa y raya blanca. Que al fondo hay una luz, que Liliana no me alcanza, que los chicos, el colegio,  los impuestos, raya blanca. Que el sol, el color, las tormentas ya no bailan, que se perdió el encanto del misterio entre las sábanas, que me salgo de acá y raya blanca. Que la tarjeta que no raspa, que el pegote en la garganta, que los ojos se me abren, raya blanca. Que las venas me revientan, que la noche no me llama, que la luna me encandila y raya blanca. Si a lo lejos unos pasos que atraviesan la ventana la paranoia mextravía y raya blanca. Que no encuentro palabras, que al fondo hay una luz, que por poco ya me pierdo y raya blanca. Y este corazón que tiembla y no se cansa. Y el calor que no para, el calor que me sube y se me traba. El calor que se traba en el pecho y raya blanca. El ardor que me quema, el dolor que no para, el sudor que me abrasa y raya blanca. Y la mano que se duerme, y el pie que no me para, y el pulso que revienta y raya blanca. El corazón se sacude, se detiene: nada basta.
Al fondo hay una luz. Al fondo hay una luz, al fondo hay una cruz, al fondo hay una ausencia y raya blanca.

Máquina horrible.


Esa máquina horrible, espantosa, con su arrogancia de madera lustrada y su estúpida tapa barnizada que no hace más que apretarme los dedos. Máquina del demonio, sus teclitas en fila ya amarillentas, y el profesor de solfeo que me hace practicar la semifusa, cómo detesto la semifusa, que encima no me sale y el profesor insiste, con su bigotito recortado, y qué tipo de magia pretende, yo pregunto, qué tipo de magia pretende si a mí la semifusa no me sale y ese aparato diabólico que encima debo agradecer como una niña buena, y sonreírle a la abuela porque me regaló este artefacto espantoso con lo caro que cuesta. Pero quién la manda, yo pregunto, a comprar este plomazo de bemoles, yo me moría de ganas de tener esa muñeca preciosa, con los ojitos castaños que venden en la juguetería del centro y en vez de la muñeca que hasta dice “mamá”, viene la abuela y zas, me encaja este monstruo inmundo de madera. Así que ahora cuando llego de la escuela me tengo que ir a la salita de atrás a practicar el maldito “Para Elisa”, y ni siquiera me dejan tomar la leche cerca, por si se estropea. A mí los dedos se me enredan, la semifusa no me sale y ya no sé cómo hacer para decirles, pobre abuela…
No se me ocurre otra alternativa… está ahí, al alcance de la mano, y después ya no me van a poder pedir que le toque “Sobre el puente de Avignon” a la tía Helena. Es la mejor manera, porque nunca van a entender si les digo, pobre abuela, con lo caro que sale ese monstruo horrible. Total, cierro los ojos, estrujo tu patita de trapo y doy un golpe. Uno solo nomás. Lo más fuerte que pueda, como cuando juego a la pulseada con Carlitos. Dale, vamos a buscarlo.
(Y se cerró con un click la caja de herramientas. El martillo brillaba en sus manos.)
Sólo tengo que cerrar los ojos bien fuerte: es un buen truco que me enseñó papá cuando me dieron la vacuna de los seis.  Cerrar los ojos y dejarlo caer, con todas mis fuerzas, sobre esta izquierda inútil.

Mentiroso.


Yo me acuerdo que cuando te conocí tenías la boca llena de luz y de peces, tenías un sol en los ojos y caminabas entre nubes de algodón.

Hoy la boca que miente,
que miente mentiras de humo,
que miente mentiras infames,
que miente mentiras que hieren.
La boca que miente me mira sin peces,
me besa sin luz la boca que miente,
me mira sin fondo en los ojos sin luna,
me miente de noche
y miente mentiras que compra en el kiosco.
Boca sin peces sin luz que me miente,
que hiede en el fondo a pez muerto,
que apesta a sol muerto,
que huele en un fondo sin luna.
Boca que miente monstruosa sin lana,
boca me besa sin soles,
 sin agua,
 boca de mentiras tristes y solas,
mentiras de humo sin algodón.

D.

Tres sonetos tres.


Un fin.

Veintiuno de diciembre dos mil doce
y el mundo que se estrella en mil pedazos
sangre en un mar que altera y desconoce
los gritos de terror que alzan los brazos.

Granizo avasallando los tinglados,
cementos que destrozan terremotos,
tsunamis que revientan con las manos,
ciudades incendiadas, autos rotos.

Y el sol desaparece en la tormenta
de rayos y centellas que iluminan
horror de apocalipsis no reprocho.

Y yo en casa y la tele no lamenta
entre tantas tragedias que asesinan:
sola y sin café, cumpliendo veintiocho.




En el placard.

Me acuerdo que escuchabas “No sé tú”
y aullabas como un cerdo al acabar
trazabas tus palotes: “I love yoú”
(¿y quién no tiene un muerto en el placard?).

Robabas vino en el supermercado,
coleccionabas  gorras de beisból.
No sabías besar sin meter mano,
llorabas si gimnasia hacía un gol.

¿Y dónde estarás? ¿Qué será de vos?
¿Habrás ido al final al Teatro Astral
a ver a Montaner o a Cristian Castro?

Recuerdos de Burzaco, porro y tos,
memorias de tu cuerpo magistral,
homínido que huyó sin dejar rastro.


Hoy.

No busco la ocasión ni te acribillo
a preguntas como aves desatadas.
No quiero más acciones retratadas
en un “querido diario” ya sin brillo.

Un día amaneciste. Eso es todo.
Sin ganas de mirar para este lado.
Un día tuve un miedo abochornado
cuando borraste todo con el codo.

Ayer yo era tan joven, hoy lo asumo,
ayer era un ensayo sin vestuario,
ayer era un se toca y no se mira.

De glorias desterradas no presumo.
Arrasa ahora mi pecho ya el estuario
que orada la piedra de tu mentira.